Juró que volvería. Entonces yo reía mientras él moría. Aun moribundo reía a carcajada suelta, escupiendo sangre por la boca. Mientras más clavaba el puñal en su espalda, más fuertes eran sus carcajadas. Agonizante, dijo que eliminara cuantos hombres quisiera, cientos, miles:
–“Esto no es cuestión de hombres, es de ideales”– dijo antes de desvanecerse.
No me importó. Mostré su cadáver ante todo el pueblo. Lo mutilé y guardé su cabeza como trofeo. Busqué y aniquilé a todo simpatizante. No permitiría que nada ni nadie derrocara mi imperio. Pero él nunca murió.
Se multiplicó, fue como una plaga, como cucarachas asquerosas que miraba por doquier. Se organizaron, se escondieron y fortalecieron. Lo nombraban y veneraban como “Hernando, El Grande”. Eso me enfureció, ¡Yo soy su rey! ¡No el cadáver que cuelga en mi estudio!
Maté y torturé a placer a cada cabecilla. Al interrogarlos y preguntarles quiénes eran, todos respondieron lo mismo: –“¿No me reconoces? ¡Soy yo! ¡Tu pesadilla! ¡Soy Hernando, El Grande!”.
Tenía todo el poder a mi lado; pero era yo el asustado. Al cabo de una semana, se reunieron miles en la plaza de mi mansión. Estaban armados y furiosos. Mis guardias no pudieron contener la oleada de Hernandos.
No sabía qué hacer, se invirtieron los papeles, ahora era yo el perseguido. Intenté escapar; pero ya tenían asegurado cada sector de la mansión, cada escape, cada vía de salida. Sucedió lo inevitable, me capturaron.
Al final, me entregaron con un joven alto, de tez trigueña, esbelto, de melena obscura y mirada cálida y penetrante. Al verlo, lo supe de inmediato. Ese maldito lo cumplió, estaba de nuevo frente a mí. Era otro cuerpo, otra persona; pero la misma mirada, los mismos gestos, la misma causa.
Me miró a detalle, de pies a cabeza y su mirada por fin se encontró con la mía.
Sin vacilo, sacó un machete y de tajo arrancó mi cabeza.
“Creí que al deshacerme de Hernando, se acababa todo, era libre de hacer lo que quisiera a mi voluntad y conveniencia. Qué ingenuo fui”.
“Nunca lo maté, Nunca me deshice de él”, todo lo contrario. Al deshacerme de su cuerpo, se convirtió en una leyenda… Se hizo inmortal.
Por Christian García
–“Esto no es cuestión de hombres, es de ideales”– dijo antes de desvanecerse.
No me importó. Mostré su cadáver ante todo el pueblo. Lo mutilé y guardé su cabeza como trofeo. Busqué y aniquilé a todo simpatizante. No permitiría que nada ni nadie derrocara mi imperio. Pero él nunca murió.
Se multiplicó, fue como una plaga, como cucarachas asquerosas que miraba por doquier. Se organizaron, se escondieron y fortalecieron. Lo nombraban y veneraban como “Hernando, El Grande”. Eso me enfureció, ¡Yo soy su rey! ¡No el cadáver que cuelga en mi estudio!
Maté y torturé a placer a cada cabecilla. Al interrogarlos y preguntarles quiénes eran, todos respondieron lo mismo: –“¿No me reconoces? ¡Soy yo! ¡Tu pesadilla! ¡Soy Hernando, El Grande!”.
Tenía todo el poder a mi lado; pero era yo el asustado. Al cabo de una semana, se reunieron miles en la plaza de mi mansión. Estaban armados y furiosos. Mis guardias no pudieron contener la oleada de Hernandos.
No sabía qué hacer, se invirtieron los papeles, ahora era yo el perseguido. Intenté escapar; pero ya tenían asegurado cada sector de la mansión, cada escape, cada vía de salida. Sucedió lo inevitable, me capturaron.
Al final, me entregaron con un joven alto, de tez trigueña, esbelto, de melena obscura y mirada cálida y penetrante. Al verlo, lo supe de inmediato. Ese maldito lo cumplió, estaba de nuevo frente a mí. Era otro cuerpo, otra persona; pero la misma mirada, los mismos gestos, la misma causa.
Me miró a detalle, de pies a cabeza y su mirada por fin se encontró con la mía.
Sin vacilo, sacó un machete y de tajo arrancó mi cabeza.
“Creí que al deshacerme de Hernando, se acababa todo, era libre de hacer lo que quisiera a mi voluntad y conveniencia. Qué ingenuo fui”.
“Nunca lo maté, Nunca me deshice de él”, todo lo contrario. Al deshacerme de su cuerpo, se convirtió en una leyenda… Se hizo inmortal.
Por Christian García
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