Vislumbré a Ataúd Martinolli a
finales de la década de los ochenta. Fue, literalmente, el primer poeta de
carne y hueso que conocí. Por su andar, vestimenta desgastada y mediana
cabellera tostada, mi primera impresión fue que tenía frente a mí a un albañil.
Nada había en él de cierto y preconcebido. Antes para mí la poesía era un
asunto de libros y lecciones escolares. Hoy, he de reconocer, lo sigue siendo;
pero con un sesgo de indeterminación.
Ataúd Martinolli representa una
casta de poetas difíciles de clasificar. Para algunos es un necio, para otros
un perdedor. Desde siempre se ha negado a participar en antologías; una y otra
vez ha rechazado ediciones en editoriales “institucionalizadas” u “oficiales”,
incluso en las mal nombradas “independientes”. Para asombro de muchos
(incluidos, imagino —mal pensado como soy—, esposa e hijos) se ha negado a
utilizar teléfono, internet y todos los imprescindibles dispositivos de la
ultramodernidad. Y no me refiero sólo al celular, sino al otro, al fijo que ya
nos parece de cavernícolas. El no uso de esos “intermediarios” remarca su hosca
prescindibilidad. Su terquedad termina por subrayar nuestra necedad.
Pocos poetas de Guanatos reúnen
en sí tanta congruencia estética como Ataúd Martinolli. Una congruencia que
algunas veces intimida y molesta. Intimida porque se levanta a contracorriente
de la legitimidad poética construida durante los últimos decenios. Molesta
porque hace recordar lo patético que los escritores solemos ser para buscar
obsesivamente los halagos, las portadas de los periódicos, los premios, las
caricias. Conozco poetas serviles a más no poder. Es un servilismo contagioso,
que nos penetra como la humedad y, sin darnos cuenta, terminamos por ser sus
hijos —hijastros, al final ninguneados—. Si algo demuestra la historia de la
literatura es que nada está escrito y sus juicios son terribles: desconsoladores
para los ingenuos, injustos para los desdichados.
¿Cómo juzgar lo que se nos escapa
por los orificios de un esteticismo vacío e hinchado? ¿Cómo evitar tergiversar
la diferencia desde un purismo trasnochado y retórico del que seguimos siendo
herederos? Yo mismo he defendido la tradición poética de la invasión de los
nuevos bárbaros (internautas, facebookeros, bloggeros, rockeros, periodistas,
promotores culturales y resentidos de todo tipo); pero frente a una poesía
anclada en lo oral y lo contingente mis referentes tienden a estallar.
Por momentos Ataúd Martinolli me
parece inconstante, por momentos quisiera que publique más. Aquí y allá
encuentro versos brillantes, aquí y allá encuentro versos apresurados. Pero el
propio poeta ha asumido con entusiasmo las derrotas. No es sólo un subterfugio
verbal. No lo puede ser después de tantos años. Basta compararlo con sus
colegas de la misma generación. Han devenido burócratas universitarios, poetas
de recetas y temáticas escolares, algunos engolosinados en la frivolidad de un
humor insulso. Grises en su brillantez universitaria —poéticamente parasitaria—.
Quizá por eso se siente a gusto
con todos los marginales de la sociedad: Putas, sodomitas, drogadictos,
borrachos, empleados frustrados, lumpen,
apátridas, inmigrantes centroamericanos, mojados, chavos banda, etc.
Ataúd Martinolli representa lo
otro en la poesía. Es —sin
proponérselo— la conciencia que nos acusa —me acusa—. Con Martinolli me doy
cuenta que no estoy seguro de mis argumentos y defensas. No estoy seguro de lo
poético de un poema. No estoy seguro de que a través de mí no terminen de
hablar todos los residuos contra los que siempre he luchado.
Por Enrique
G. Gallegos
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