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miércoles, 27 de noviembre de 2013

En defensa del desencanto

La sociedad actual es partidaria de la felicidad. Sólo basta por una caminata en alguna calle importante para ser bombardeado por la idea. Pasar por los aparadores y ver fotos de modelos de sonrisas resplandecientes, mensajes optimistas como eslóganes de tratamientos reductivos, abrir una revista del puesto de periódicos y ver que en sus anuncios hasta el cereal te trata de vender la idea de que su consumo logrará que la felicidad invada tu vida.

El sentido de la vida en una sociedad como la nuestra se construye a partir de mostrar a la felicidad como la meta máxima, ese ideal al cual todos debemos aspirar, y una vez obteniéndolo la vida misma no requeriría de ningún otro complemento. Habríamos triunfado, y con ello el propósito de nuestra existencia en este mundo se vería completado.

Pareciera que no hay otra opción para la gente que no sea la felicidad, el optimismo. ¿Qué podemos hacer nosotros, los taciturnos, ante tal avalancha de sonrisas y mensajes positivos? Por lo general huimos, buscamos cobijo de esa dictadura totalitaria del optimismo en el impenetrable castillo de nuestras mentes.

¿Pero por qué tenemos que recluirnos mientas el mundo se lo quedan los optimistas, esos buena vibra que ven en cada día soleado la realización de habitar un mundo mejor? ¿También, qué posición le dejamos a los días grises, a los lugares oscuros, a los climas fríos?

¿Por qué tiene que ser todo luz y calor?

Francamente veo un problema mayúsculo en ello. La felicidad ciega. Corta la visión crítica.

¿Cómo puede cambiar algo cuando se concibe que en el mundo todo está bien. Sin quejas, sin reclamos, sin momentos de reflexión. Así es un mundo feliz, como lo expresaba Huxley?

Si vivimos en la eterna felicidad ¿por qué nos interesaría la introspección? Esta se vuelve innecesaria en un mundo donde el optimismo es la respuesta ante todo.

Si no hay quejas, tampoco habría cuestionamientos. No habría avance.

No se podrían desear utopías. Es imposible imaginar un mundo mejor cuando se está conforme con el que se vive.

Al anular la posibilidad de experimentar el desencanto, sea como tristeza, enojo o frustración, también anularíamos la posibilidad del pensamiento crítico, y en consecuencia a la larga anularíamos la posibilidad de que el hombre avanzara de su estado inicial de naturaleza pura, a la complejidad material y de pensamiento en la que hoy está inmerso.

Nos olvidaríamos de las ciencias, del arte, de la filosofía. Habría respuestas fáciles y sonrisas; pero no habría reflexión, no habría nada. Seguiríamos viviendo como otra especie animal en este mundo, preocupados únicamente de comer, reproducirnos y no ser devorados.

La belleza del desencanto está en que te pone directamente ante la abrumadora realidad que compone al mundo... y ello te da la posibilidad de cambiarlo.

¿Por qué conformarnos con lo que es cuando podríamos plantear cómo debería ser?

El aceptar las situaciones de infelicidad y desencanto es el primer paso para poder transformar la realidad en la que vivimos.

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