El silencio era
sepulcral, las paredes frías y oscuras. Nada entraba ni salía, excepto los
guardias. Nunca supe exactamente cuántos éramos. Los malditos muros no dejaban pasar
ni un susurro, sólo existía un pequeño espacio entre la puerta y el suelo. No
sé cuánto tiempo llevaba encerrado, únicamente
sabía que me había vuelto viejo. Las erupciones en mi piel cada vez eran más grandes,
repugnantes, el moho en las paredes se había adherido a mí, dándome un aspecto
leproso, ya no quedaba un sólo vello en mi cuerpo. Las cicatrices con aspecto
de putrefacción, ya no cerraban. Estaban tan picados mis brazos por esas
enormes agujas, que tenían un color morado oscuro, ya no los sentía.
Todos los días me
sacaban del maldito agujero para experimentar conmigo como un ratón. Recorría
los pasillos con dos guardias, uno por brazo, encapuchado y encadenado. Las cadenas en los pies nunca me las quitaron.
Las de mis brazos nada más para la sesión. Nunca entendí una palabra, hablaban un
idioma gutural. La capucha me la quitaban al momento de iniciar, seguro querían
cerciorarse
que aún diera alguna señal de vida, o disfrutar hasta el último momento el
sádico espectáculo. La sesión comenzaba con las descargas, podía oler ese hedor
parecido al pollo, la ironía es que era mi piel. Después soltaban esos gases,
en ese momento, perdía el conocimiento.
Una vez desperté
con una gran costura en la barriga. Al parecer introdujeron algo dentro. Otra,
con un brazo incrustado sobre un costado de mi espalda (sí, ¡un brazo!). Intenté
mil veces suicidarme, todas sin éxito. No por falta de ánimos sino porque los
hijos de puta no dejaban que culminara con éxito. Eran muy hábiles para la
resucitación.
Se acercaba la hora
de nuevo para mi tortura; pero a cambio de guardias, se escuchó un estruendo
ensordecedor, al parecer una detonación. Me asomé por debajo de la cloaca para divisar
lo que sucedía. Únicamente observé vagas sombras, las cuales se movían rápida y ordenadamente.
Parecían pertenecer a algún escuadrón armado. Mi primer sentimiento fue de alivio,
el cual se esfumó al escuchar los disparos. Después sentí miedo y al final, resignación.
Tiraron la puerta con una descarga de su artillería. Entraron tres hombres con
casco y uniforme apuntándome con sus armas. Exclamó uno de ellos:
-¿Tus últimas palabras?- Dijo el hombre sin vacilo.
-¡Los espero en el infierno!- Grité a carcajadas.
Vaciaron sus armas
sobre mí. Y hasta ahora, en el lecho de mi muerte, entiendo lo que es la paz…
La ausencia del dolor.
Por Christian García
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